La depresión es un trastorno mental difícil de abordar como familia. Si a los adultos les cuesta entenderlo, ¿cómo se lo explicas a un niño? Es difícil entender al enfermo que sufre de depresión y juzgarlo por tomar una actitud de derrota:
“Cómo se dejó ganar por el fracaso sin siquiera intentarlo…”
“Cómo puede ser tan ciego a las cosas hermosas que la vida le ofrece…”
“Cómo es que las personas que lo aman no pueden sacarle una sonrisa…”
Es muy fácil culpar al deprimido por la desgracia familiar y por contagiar a cada uno de sus miembros silenciosamente. Sin embargo, hoy vine a contarte que el perdón y la sanación es posible. Es lenta, larga y dolorosa. Pero existe.
Domingo. 8AM. Mi mamá… mi papá… mi hermano… y yo… El silencio de la mañana. Cada uno aferrado a su taza en distintos sitios de la sala, pensando lo mismo… El placer de un buen café alivia la tensión. Todos detallan la espuma de la leche, a lo mejor, buscando respuestas. Menos yo. Yo lo miro a él. Pero ya no lo culpo. Volteo mi cabeza, miro por el balcón. Tengo miedo…
Es difícil aceptar que mi mayor debilidad es un héroe que abandonó su capa. Un ser humano que no quería bajar de mi pedestal. Un hombre que provocó la construcción de un muro inconsciente en mi psique encargado de impedir el contacto de la razón con el sentimiento que me hacía más frágil. Y aunque el muro fue una táctica que me ayudó a simular felicidad, no impidió que aquel sentimiento oculto fuera creciendo. Se escapaba desapercibido por las fisuras y alimentaba todos mis defectos: el egoísmo, la terquedad y la impaciencia.
Sabía que algo me pasaba, pero no tenía ni una pista de la raíz de mi problema. Comencé a comer en tan grandes cantidades que pasaba días enteros debajo de una cobija retorciéndome por el dolor de estómago. Aun así no paraba de comer. No me provocaba conversar con mis amigos, ni salir. Sólo quería dormir. Solo pensaba en mí. Ignoraba las llamadas. Traté de enfocarme en la danza, mi gran pasión. Sin embargo, no estaba bailando como antes.
A eso se le unieron los problemas de un país bajo dictadura. La crisis colectiva. Más confusión, más desesperación, más incertidumbre. Mis notas estaban por el suelo. Mis excusas para huir del trabajo eran frecuentes. Las lágrimas las soltaba en cualquier lugar. Ni siquiera quería bailar. Culpaba al país, a la economía, al gobierno, a la gente ignorante y a la gente inteligente que no hacía nada.
Pero, de repente, en medio del caos, se derrumbó mi gran muro y la rabia contenida que cubría todas las dimensiones de mi ser se manifestó en un llanto descontrolado.
Estaba dentro del baño de mi academia de baile. Solo pensaba en el sufrimiento que había causado la depresión en mi familia. Tenía flashbacks de los primeros síntomas. De aquellos días que mi papá me llevaba al colegio y no me dirigía la palabra; creía que me odiaba. Las horas que permanecía dormido fuera del horario habitual. El fracaso en los negocios. Las deudas. Aquella tarde que decidió no abrir más los ojos. El día que llegaron los enfermeros. La puerta que cerraron en mi cara. La noche que entendí la capacidad del cerebro para eliminar la fuerza de voluntad y las ganas de vivir. El instante que escuché el diagnóstico: la depresión crónica. Y el peor choque… cuando me enteré que el padecimiento era hereditario.
Años de mi vida ignoré la rabia que sentía hacia la enfermedad. Fui sorda a las explicaciones médicas. Un gran error. No quise aceptar que mi héroe se derrumbaba y, por terca, hice lo contrario a lo que debía. Quise lucir fuerte e invencible para inspirarlo. Solo creaba distancia. Alimenté mi rabia porque no podía salvarlo o, al menos, levantarlo de la cama. Él solo necesitaba de mi compañía. Y a pesar de que era más fácil llegar a la casa y acostarme junto a él, me negaba porque me sentía cómplice de su desgane. Sí… egoísta. Fui incapaz de ponerme en sus zapatos y me convertí en parte del problema y no de la solución. Durante un tiempo, la desesperanza entró a nuestro hogar y cada quien se encerró en su cuarto. Todos nos contagiamos.
Pero, como dice el refrán: “Después de la tormenta viene la calma”. El día que rompí en llanto, se derrumbó el muro y me encontré frente a frente con mi debilidad: la rabia. Me gusta compararla con una gran montaña de arcilla pulverizada. Tomé los restos entre mis manos y me pregunté: “¿Qué hago con esto?”.
Luego de varios días de reflexión, descubrí todo lo que había hecho mal: culpé a mi papá y le dije inútil con la mirada, le guardé rencor a mi hermano por no saber ayudar y, a veces, mi mamá injustamente pagaba todos mis platos rotos. Me percaté de lo idiota que había sido al nombrarme jueza, hipócritamente, de una situación sin culpable. En seguida, decidí transformar esa rabia en algo útil. Dejé a un lado las sentencias y me convertí en alfarera de mi propia fortaleza.
Recojo parte de la arcilla pulverizada. La humedezco con el agua para bañar la rabia con la sensibilidad, esencial para ablandar el orgullo y buscarle alguna forma estética a la masa de arcilla indefinida. La coloco en la rueda que gira gracias al impulso del pedal: la energía moral que mantiene viva la transformación. Esta etapa alude a los pensamientos que analizan un problema desde sus distintas perspectivas y, de esta manera, le doy el permiso a las manos de moldear posibles explicaciones. Las manos representan la voluntad. Una voluntad cuidadosa y paciente que prevé cada movimiento para no ser demasiado brusca y obtener la forma ideal. Decido fabricar una taza. Me di cuenta que allí podría verter mis sentimientos para mantenerlos tibios y, además, compartirlos. Porque ese fue mi gran problema: dejé enfriar mis sentimientos.
Después del modelado, le sigue la decoración. En muchas ocasiones los humanos compartimos y trabajamos las mismas debilidades. Sin embargo, solo se trasforman en fortalezas cuando imprimimos en ellas nuestro proceso de aprendizaje, propio e irrepetible, que caracteriza la taza y permite que resalte sobre las demás. En esta ocasión, mi taza está decorada con las enseñanzas de mis padres: la lucha por la unión familiar, el respeto hacia nuestras personalidades y defectos y, la comprensión del valor de las crisis, en las cuales el humano imperfecto, irónicamente, se perfecciona y se supera. Sabía que no debía olvidar ningún detalle de la transformación, así que forjé el mango de la taza para poder aferrarme al aprendizaje.
Por último, el secado, el pulido y el horneado sirvieron para crear una taza resistente y segura que permanece intacta para quien la necesite: mis abuelos, mis amigos, algún extraño, mis hijos, los amigos de mis hijos, mis nietos… Porque de eso se trata. ¿Para quiénes somos fuertes? ¿A quién puedo ayudar con mis habilidades? ¿Cuánto valor tiene mi consejo?
 
Y finalmente, creé algo útil. Algo que puede servir a los demás. Algo que puede hacerme feliz. Porque la felicidad va ligada al sentido que le das a tu existencia. Existencia que depende de tu relación con el otro. Y lo confirmo, porque no estuve sola en este proceso. Cada miembro de mi familia creó su propia taza con distinta altura, forma y color. Y hoy tomamos nuestro café de cualquiera de ellas. Hoy, domingo, 8AM, perdidos en la espuma de la leche nos preguntamos después de tanto luchar: “¿Será que llegó nuestra oportunidad para vivir en calma?”. Volteo mi cabeza, miro por el balcón y pienso: “¿Será que él lo arruinará de nuevo?” Me aferro a la taza. Cierro los ojos. Visualizo la montaña de arcilla pulverizada: “…todavía quedan tazas por fabricar”.